Hoy no iba a enviar este correo, pero es que se ha convertido en una especie de diario que comparto contigo, y no quiero fallar. Fallarme. Fallarte.
Aún me queda un buen rato de trabajo hoy, y me debatía entre olvidarlo hasta la semana que viene o ponerme a ello… Finalmente he decidido cumplir, pero me he puesto una condición: escribirlo de una, sin volver atrás para releerlo ni para corregirlo.
Así que es posible que suene un poco caótico, ruidoso. Si es así te pido disculpas, aunque por otra parte siento que también es una manera de mostrarte cómo ha sonado mi cabeza esta última semana.
Han sido días complicados. No es que haya sucedido nada excepcional, sino que han vuelto viejos miedos, reproches conocidos y enfados recurrentes. Todo eso con el de siempre; conmigo.
Pero no estoy aquí, frente a la pantalla, para quejarme (algún día escribiré sobre la queja, aunque puede que en vez de un correo de un puñado de líneas se parezca más a una enciclopedia). Voy a contarte lo que he aprendido estos días en los que me ha costado aguantarme.
Ahora mismo pienso en lo que te he prometido un poco más arriba, eso de no volver atrás para repasar ni corregir lo escrito y me da un poco de vértigo. No pasa nada, viviremos con ello.
Confieso que acabo de saltar a la primera línea, siguiendo un viejo patrón: “veamos cómo va la cosa hasta ahora”. Me he dado cuenta a tiempo y he parado ahí, justo en la coma. Y he vuelto a este párrafo.
Me hago trampas. Más a menudo de lo que me gustaría aceptar.
Te decía que ha sido una semana complicada, llena de pensamientos negativos a los que he dejado que me arrastrasen un día tras otro.
Siempre se trata de lo mismo: exigirme demasiado. El problema no es la exigencia, sino cómo esta empaña mi juicio.
Porque cuando me exijo me juzgo, y cuando me juzgo dudo. Y cuando dudo de lo primero que me olvido es de descansar.
Cuando no descanso todo me cuesta más y ahí, en lugar de hacer lo que sé que puede ayudarme a salir del hoyo, hago todo lo contrario: subo una unidad en la escala de exigencia.
Esta semana he aprendido dos cosas. La primera es que el trabajo me cansa mucho menos que la lucha interna con mi propia mente. Además empiezo a sospechar que no se trata de luchar contra ella sino más bien de camelarla para que me deje hacer.
La segunda cosa que he aprendido es que, aunque me encanta contar que Jesús me dejaba mecanismos y herramientas extrañas encima de la mesa de Banco Editorial para ver cómo, una y otra vez, me empeñaba en entender cómo funcionaban y para qué servían, cuando se trata de mi cabeza acepto la primera explicación que escucho.
“Te exiges demasiado.”
Bueno, puede ser cierto, pero eso es solo el cascarón. Qué hay dentro. Es decir, ¿por qué?
Es como si solo me interesase saber cómo funcionan por dentro las cosas que yo no tengo que arreglar.
Y eso es trampa.
Me he pasado toda la semana enfadado conmigo mismo, sin saber por qué. Bueno, sí, sabiendo lo evidente, pero sin pasar de ahí, sin sacar los tornillos y desmontar la carcasa para entender, de verdad, qué era lo que provocaba el incendio.
Esta semana no hay más trampas, así que esto va así, tal y como lo he escrito, sin repasar, sin corregir, sin preguntarme qué aspecto tiene o si se me entenderá.
Ojalá te sirva para algo.
A mí me ha servido escribirlo, escribírtelo.
Un cálido abrazo.
Jota.