24.02.2023

¿Pero qué #¢%&# estoy haciendo yo aquí?

Recuerdo perfectamente aquella sensación. Recuerdo mirar a la gente que me rodeaba a diario en las interminables y a menudo tensas reuniones de producción y preguntarme si alguien más se sentiría como yo.

En aquel momento ni siquiera me planteaba que muchos de mis colegas estaban pasando por lo mismo. Ahora, algunos años y muchos cursos y conversaciones después, lo sé muy bien. Estoy seguro de que sí.

Cuando me despidieron se me ofreció la oportunidad de descubrir mi propósito; me siento enormemente afortunado por ello.

Digo que soy un afortunado porque creo que no hubiese dado el paso por mí mismo, y eso que mis circunstancias eran fáciles. O quizás precisamente por lo sencillo que era todo, al menos en parte.

También me siento afortunado porque sé que no hubiese crecido fotográficamente mientras trabajaba en fábricas en las que se producían cosas tan arbitrarias como paneles solares, ambulancias o contenedores plásticos de cientos de litros.

Ni mientras vendía material de oficina por teléfono, ni mientras llevaba la prevención de riesgos de una empresa de instalación de alarmas y sistemas de extinción de incendios.

Por eso admiro tanto a quienes lográis crear casi a diario mientras dedicáis una gran parte de vuestro tiempo a cosas que no os gustan.

Os veo haciendo cosas tan bellas y tan significativas, buscando un camino propio, perseverando, que solo puedo quitarme el sombrero.

Mientras trabajaba por cuenta ajena la fotografía era una forma de evasión. Una distracción con la que disfrutaba mucho y con la que desconectaba de todo lo que no me llenaba.

Y está bien. Está muy bien.

Pero en un determinado momento empiezas a escarbar y descubres que puede ser mucho más. Eso y que para usarla como una forma de expresión no hace falta dejarlo todo.

Resulta que siempre ha ha habido – y hay – quien trabaja para pagarse las facturas (odio la expresión “ganarse la vida”) y usa la fotografía como un refugio.

Un lugar desde el que puedes hacer lo que quieres: buscar la belleza, profundizar en los demás, explorar los temas que te interesan, celebrar la vida…

Y también gritar contra todo lo que está mal. Sacar el brazo desde dentro del sistema y metérselo directamente en el ojo.

No creo que una fotografía pueda cambiar el mundo, ni una ni mil; creo que, de hecho, cada vez somos más inmunes a las imágenes y a lo que significan.

Pero la fotografía sí puede cambiar nuestro mundo y el de ese puñado de gente que tenemos cerca.

Ahí tienes a William Klein, Bill, como le llamaban sus amigos. Un tipo que vio cómo su padre se arruinaba en el crack del 29 y que ya de pequeño sufrió rechazo por su origen judío.

Un neoyorquino que toleraba a duras penas la ciudad en la que había nacido (y a su país) y que no soportaba la frivolidad del mundo de la alta costura.

Klein trabajó como fotógrafo de moda y como director de anuncios para grandes marcas comerciales… Solo porque eso le permitía ganar el tiempo y el dinero que necesitaba para fotografiar y rodar lo que quería.

¿Y qué quería el bueno de Bill? Gritar a los cuatro vientos lo que opinaba del sistema del que se valía. Reírse en su cara, caricaturizarlo, sacarle los colores.

Darle, en sus propias palabras, una patada en la entrepierna.

De Klein he aprendido que la fotografía puede – también – ser un escudo contra lo que está mal. Quizás no detenga por completo los golpes, pero sin duda los amortigua un poco.

Vivimos la vida que vivimos y todos tenemos cosas que nos pinchan. Todos, incluso los que tenemos la inmensa suerte de dedicarnos a algo que nos apasiona.

Ahora sé que nuestra cámara puede hacer que ese pinchazo nos duela un poco menos.

Rodearse de gente que libra batallas parecidas a las nuestras también ayuda. Gente que saca tiempo de donde no lo hay para hacer fotos, gente que de tanto en tanto, como tú y yo, se refugia en la fotografía.

Gente como la que me rodea en El Club.

Nos vemos allí… Y en la calle.

Ánimo, lo estás haciendo muy bien.

Con profunda admiración,

Jota.

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